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La profesión de abogado y ciertas líneas rojas.

No hace mucho de aquellos tiempos en que las familias querían que sus hijos fueran abogados o médicos. Para el imaginario colectivo, el abogado era el profesional capaz de comprender el conocimiento complejo encerrado en gruesos libros que luego destilaba en la composición de un contrato civil o mercantil, o se erguía en defensa de los derechos ajenos en una sala de justicia, togado de negro y ante un juez cuyas mangas se engalanaban con encaje para ensalzar aún más su figura salomónica.

Con la irrupción de las nuevas tecnologías y en especial de internet, esta imagen ha cambiado. Los gruesos libros se han convertido en multitud de documentos fácilmente accesibles, explicados en palabras llanas para que la mayoría de las personas los puedan comprender. Estos documentos han dado paso a libros sencillos, a manuales prácticos, guías, informes y modelos para que uno mismo pueda realizar una parte más o menos importante del trabajo antaño reservado al abogado. Esto ha afectado tanto a su imagen frente a la sociedad como a la forma en que se relaciona con ella, quien ha dejado de considerar al letrado como un primus inter pares.

No solamente los cambios tecnológicos han contribuido a transformar nuestra profesión. Algunos trabajos que de forma recurrente han venido prestando los despachos se realizan ahora de forma masiva por empresas de servicios. Son tareas más bien básicas o que con el paso del tiempo han visto menguar su valor. Trabajos que gracias a su elevado índice de repetición han podido ser sistematizados y automatizados.

Quedaba así el abogado despojado de unos servicios que sentía como propios, en favor de otras opciones empresariales más eficientes y económicas para el cliente. Los precios a los que dichos servicios se prestan no resultan rentables para un profesional cuya artesanal forma de trabajar no le permite alcanzar economías de escala.

Algunos ejemplos tempranos los encontramos en la externalización de las operaciones de preparación de firmas ante notario, cuyo momento álgido coincidió con la burbuja inmobiliaria y que en la actualidad aglutinan una serie de servicios afines y complementarios al negocio del ladrillo, como ya explicamos en este artículo.

Hace unos días tuve la ocasión de hablar con una de estas empresas, quién me explicó que ahora contratan los servicios de despachos de abogados externos para que revisen la operación y acudan al acto formal de la firma ante el notario. Pensé que esta intervención añadía valor al conjunto de la operación, y de hecho así lo creo, pues se incorporan al proceso profesionales formados en Derecho y con experiencia.

Por mi anterior etapa en una de estas empresas, conozco bien su metodología y sobre todo, la estructura de precios con los que trabajan. Pregunté justamente por el incremento de precio que conlleva la mayor aportación de valor que supone la intervención del abogado en el proceso. Por lo visto el precio no varía, o lo hace tan solo en unos pocos euros.

Me sorprendió esta realidad tanto como el hecho de que fuera aceptado sin ningún tipo de problema por los abogados.

Ciertamente la tecnología y la gestión de procesos aportan mucho al lograr una mayor eficiencia en costes y es evidente que el sector, en general, no ha sabido aprovechar esta circunstancia, prefiriendo seguir con un modelo más tradicional que pone en valor el tiempo dedicado al estudio de los asuntos. Y también es cierto que hay aspectos en la prestación de servicios jurídicos que no pueden sustituirse por tecnología, por lo menos en el corto ni medio plazo, como por ejemplo el juicio de valor basado en el expertise de un abogado.

Este juicio de valor es justamente lo que se ha introducido en el proceso de firma delegada por exigencia del cliente, pero el abogado no ha sido capaz, o no ha podido defender su valor, pasando a formar parte integrante de la cadena de procesos gestionada por un tercero, cuya única intervención es el presencialismo en el acto de la firma. El abogado ha quedado ‘ensamblado’ en este proceso como una pieza más que aporta el valor demandado por el cliente pero que él, como profesional, no logra siquiera monetizar de forma adecuada.

Me preocupa que se crucen ciertas líneas rojas que destruyan por completo lo poco que queda de la imagen que antaño tenía de nosotros la sociedad.


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